El cumpleaños de la abuela
Estaban todos sentados alrededor de la mesa grande del salón, que se encontraba
dispuesta con todos los honores: la mantelería de hilo fino, los cubiertos de alpaca
recubiertos de plata, la vajilla buena de porcelana… No era para menos. La “ceremonia” así lo requería: celebraban el aniversario de la abuela Ana y no se cumplen noventa años todos los días. Era ese el motivo festivo que tenía reunida allí a toda la familia.
Al final de la comida, que unos calificaron de estupenda y otros, por no ser menos, de deliciosa, llegaron los postres: una tarta de considerables proporciones y sobrado sabroso aspecto, que acaparó la atención de todos sobre ella en cuanto ocupó, cual reina, su lugar en el centro de la mesa. Cafés, infusiones y licores, hicieron también su aparición (estos últimos con más discreción). Charlas, conversaciones cruzadas, se sucedían en la sobremesa festiva y distendida, cuando una voz se alzó por encima de las demás:
–Mamá, mamá, cuéntanos de nuevo cómo te casaste con papá.
Las miradas de todos los presentes buscaron a la homenajeada asintiendo, sonriéndole y animándola con la mirada a contarlo.
–Sí, eso, cuéntalo, abuela –apuntilló con tono de ruego uno de sus nietos.
La abuela, sentada como correspondía a la cabecera de la mesa, permaneció callada. Inició un lento recorrido con la vista por todos los que estaban sentados a su alrededor: tres hijos (dos varones y una hembra), cinco nietos (tres chicos y dos chicas) y un bisnieto. En silencio, mientras los miraba, pensaba: “Sois mi familia, mi descendencia, yo os he engendrado, yo he procurado por las vidas de todos los que venís de mí, sois ‘Mi’ prole”.
–Venga mamá, anímate –comentó, ante el silencio de la madre, su hija–. Cuéntanos cómo os hicisteis novios, lo del traspiés de papá camino al altar, lo felices que fuisteis…
Ana, con voz templada y clara aún para su edad, fijó la mirada en su hija y dijo:
–Yo me hice novia de tu padre porque no me quedó otra, porque en el pueblo ya comenzaban las lenguas viperinas con las habladurías y no faltaba quien decía que lo mismo lo mío era la vida religiosa. Me hice novia de tu padre para tapar bocas, bocas que decían, no sin razón, que a mí lo que me pasaba es que me gustaba Emilia Fuentes.
La reunión familiar escuchaba atónita y en silencio la insólita y nueva versión de unos hechos que la familia creía conocer de sobras.
Ana prosiguió con un tono más tierno, más evocador:
–Nos conocimos en la escuela y enseguida fuimos amigas de uña y carne. De niñas siempre jugábamos juntas. Cuando ya éramos mocitas salíamos de paseo, íbamos a las ferias y fiestas, bailábamos la una con la otra y también, claro, con algunos de los mozos que nos lo pedían (que nos lo pedían muchos). Éramos las dos muy buenas mozas: Emilia siempre me decía que yo era la mujer más bonita de la tierra y a mí me parecía que lo era ella.
La abuela sonrió con cierta tristeza y se calló de nuevo. Nadie de los presentes dijo ni media palabra. En silencio y estupefactos, permanecían como hipnotizados ante aquella narración-revelación.
Ana cogió aire con sus viejos pulmones y, mirándolos de nuevo, prosiguió en un tono más cabal, más maternal:
–Aquello no podía ser: podían denunciarnos y meternos en la cárcel o apalearnos sin que nadie dijera nada. Sentíamos miedo. Yo tuve miedo.
La mujer hizo una pequeña pausa y prosiguió hablando:
–En una feria conocí a Manuel. Me sacó a bailar tres veces en la misma verbena. Recuerdo que Emilia me dijo, en tono enfadado: “Mucho bailas tú con ese”. Yo a él le gustaba y lo sabía. Era un buen hombre, poco hablador pero muy trabajador, que tenía sus dineros y siempre me trataba de manera amable. Un día me invitó a salir a pasear y le dije que sí. Tenía mis razones: en casa, mi madre me decía de todo, desde guarra a enferma, que la madre iglesia condenaba a las viciosas como yo y que o buscaba marido o me echarían de casa.
Uno de los días que salí a pasear con Manuel, él me cogió de la mano y yo no la aparté. Después vinieron otras verbenas y ya solo bailaba con él; puede que alguna vez con Emilia, pero como yo ya tenía novio parecía que seguíamos siendo solo amigas.
En una verbena me besó Manuel por primera vez. Antes, en mi tiempo, los besos eran la señal de compromiso y así hicimos: nos prometimos y, en un tiempo decoroso, nos casamos.
El vestido bordado que llevé, lo bordamos Emilia y yo durante muchas tardes sentadas en la galería de casa, bajo la inquisidora mirada de mi madre. Fueron las últimas tardes que pasamos juntas. Ella se casó también, dos años después, con Carlos Puente, el ferretero.
Cuando Manuel, que en paz descanse, murió, lloré de verdad por él. Le tenía cariño. Fue un buen hombre conmigo y un buen padre, pero cuando hace cuatro años murió Emilia, lloré el más profundo dolor de mi corazón, lloré todas las lágrimas que me quedaban para esta vida, como solo se llora al amor de tu vida… –y arrancando una lágrima de su ojo, quedó de nuevo callada.
El silencio con el que la familia había escuchado el relato-declaración de la abuela terminó.
–Pero mamá… eso no puede ser –dijo uno de sus hijos.
–¡Hala, abuela! ¡Qué heavy! –soltó su nieto mayor.
–Pobre abuela, lo que tuviste que sufrir… –dijo una nieta.
–Me está dando un sofoco –atinó a comentar su hija.
–¿Sabéis? –dijo la abuela Ana, al tiempo que se ponía en pie dirigiéndose a todos–. Leí una vez, en una novela de un señor escritor de esos muy buenos, una frase que ponía al final: “Y necesitó toda una vida para exclamar ‘¡Mierda!’ ”. Yo entendí entonces todo el libro… –hizo una pequeñísima pausa– y como él, yo también he necesitado toda una vida para poder exclamar: ¡Soy Lesbiana!
La abuela se retiró y la reunión terminó.
La familia siempre recordaría en tiempos futuros, aún cuando ella ya no estuviera, cómo la abuela Ana había salido del armario el día de su noventa cumpleaños.