Visita ginecológica
Por fin entro, después de casi una hora mirando al techo, en la sala de visitas comunal del hospital. Entro al reclamo de mi número.
–Buenos días –digo educadamente.
–Buenos días –me contestan mecánicamente.
Tomo asiento delante de una mesa barata de despacho. Hay dos mujeres, una sentada delante y otra un poco detrás; supongo que son la doctora y la enfermera.
Comienza el interrogatorio.
–¿Es la primera vez que se visita aquí?
–Sí –contesto escueta.
–Así, pues, ¿no tiene ficha con nosotros? –me dice la que supongo es la ginecóloga.
–Pues –respondo– si es la primera vez… lógicamente no tendré ficha ¿no?
Mi respuesta consigue que la ginecóloga levante por primera vez la cabeza y me mire. Y su mirada no es nada amistosa.
–Sin ficha –murmura–. ¿Última visita ginecológica?
Me repanchigo en la silla y digo:
–Pues lo normal: hace 12 años…
Y me quedo mirando a la ginecóloga-funcionaria con una sonrisa encantadora en la cara. Sé que va a levantar de nuevo la cabeza y no quiero perderme su cara de mala leche. Efectivamente, levanta de nuevo la cabeza. ¡Bien por mí! He conseguido llamar su aburrida atención. Me clava los ojos y le escucho decir en un tono decididamente molesto:
–¿A usted le parece normal una visita cada 12 años?
–Sí –contesto lacónica–. Es que como no me duele nada…
–¿Y a qué viene entonces? –me espeta bruscamente.
Me dan ganas de decirle que a tocarle los ovarios, pero me modero a tiempo y le contesto la verdad.
–Es que tengo una amiga que me ha dicho que venga, que a mi edad tengo que hacerme una revisión al año. Y por eso estoy aquí.
La enfermera me mira divertida. Yo le dedico mi mejor sonrisa y la de ella se hace más amplia. La voz maleducada de la funcionaria-ginecóloga me sustrae de la sonrisa de la enfermera. Sigue la batería de preguntas:
–¿Embarazos?
–No.
Le veo tachar la casilla.
–¿Abortos?
–No.
Tacha casilla.
–¿Abortos espontáneos?
–No.
Tacha casilla de nuevo. Si aprieta más el boli, traspasa el papel. Me mira y sus ojos despiden llamas.
–¿Mantiene relaciones sexuales?
Decido cabrearla un poco más. Sé que es posible y la idea me deleita. Contesto un “sí” corto y seco. “Esfuérzate –pienso-. Gánate el sueldo, nena”.
–¿Qué métodos anticonceptivos utiliza?
–Ninguno –digo mientras me la quedo mirando desafiante.
–¡Ninguno! –exclama de manera abrupta.
–Ninguno –reitero-. Me gusta el sexo a pelo –me adorno a sabiendas de que esto ya es la guerra y, mientras, le dedico otra mirada sonriente a la enfermera que, aunque callada, asiste risueña a la entrevista.
–¡Pero eso es una imprudencia! –me grita la funcionaria-ginecóloga-. ¿Y me dice que nunca ha tenido ningún embarazo? –prosigue erre que erre–. ¿Acaso tiene algún problema reproductivo? –me suelta triunfal ante su ocurrente y, en teoría, demoledora pregunta.
–No –contesto más lacónica aún–. De hecho –prosigo–, me hicieron una prueba una vez y soy como una coneja, es decir, muy fértil…
La enfermera baja la vista para que no vea cómo hace esfuerzos por no reírse. La funcionaria-ginecóloga se pone roja de ira. Yo me repanchigo más aún en mi silla, saboreando el triunfo del último asalto.
–¡Pues, perdone –me medio grita la funcionaria-ginecóloga -, pero no comprendo cómo no ha tenido nunca un embarazo!
Me hago desear en la contestación… Quiero saborear el momento en que le meto una patada en la boca a la maleducada de mente estrecha.
–Mujer… –contesto con tono condescendiente e irritante–, es que soy lesbiana…
A la enfermera se le escapa la risa. La funcionaria-ginecóloga me mira echando rayos por los ojos y, por un momento, pienso que le saldrán espumarajos; pero, no: se controla.
–Bien –contesta seca como el desierto de Gobi y, hablando solo para la enfermera, le dice que prepare un no sé qué y un no sé cuánto–. Haremos una exploración anal y…
Intervengo yo:
–¿Anal? ¿Por qué anal? –inquiero.
–Porque es usted virgen –sentencia la funcionaria-ginecóloga.
–Ejem –y remarco el “ejem”-. Yo dije lesbiana, no virgen…
–¡Ah! ¿Y cómo es eso? –me pregunta desafiante.
Estoy convencida de que cree que me ha pillado en un renuncio y noto cómo está a punto de regodearse. Me tomo con calma el ataque y contesto de manera displicente y como hablándole a un niño pequeño.
–Mujer, échele un poco de imaginación… Hay unas cositas de látex monísimas que dan mucho juego…
La enfermera se levanta con la excusa de preparar los bártulos, pero veo por las ligeras sacudidas de su espalda que se está partiendo de risa. He ganado otro asalto. Ahora me toca rezar para que la exploración no sea un martirio, ni mi cuerpo el instrumento de venganza de la ginecóloga.
Cuando salgo al fin por la puerta, algo molesta en mis partes íntimas (no es que haya sido precisamente agradable), pienso en la estúpida soberbia de algunos médicos, que creen tener poder divino sobre sus pacientes y los tratan como les viene en gana.
En fin, espero no tener que pasar por esto en otros 12 años. Si total, lo tengo todo bien y no me duele nada, aunque ahora mismo me resqueme…
jajajajaj este caso me suena, si, digamos que no son muy agradables o lo que es en si la visita al ginecólogo, no lo és, por suerte tu solo vas cada 12 años, que no tendria que ser asi, pero quien esta animada para estas situaciones tan desagradables encontrandote bien, nadie…..muchos besines aaaaaaaaaaa
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Jo¡¡ Pero qué fuerte eres muchacha y qué simpaticona. Me río contigo y eso vale mucho. Martín
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jajajaj eres fabulosa Marta, escribas de lo que escribas, siempre es un placer leerte. Que los dioses y las musas te protejan. Salud
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Grancias Ángela, por leerme y por la protección de los dioses y musas 🙂
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Un relato muy divertido por la situación que cuenta y por el estilo ágil y ameno de cómo la cuentas. Desde mi punto de vista, un texto extrapolable a “pacientes” de cualquier condición que, en un momento u otro, hayan topado con este tipo de médicos o con otros profesionales que van por la vida mirando a los demás desde las “alturas” de su supuesta sapiencia.
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Gracias Faly 🙂 Sí divertido, pero como tu bien dices, hay mucho doctorado viviendo en las «alturas»
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