Arbolar

No recuerdo demasiado bien mi nacimiento. Recuerdo que había oscuridad y no diferenciaba la noche del día, me sentía frágil, tierno, indefenso. Esa sensación me duró largo tiempo. A pesar de todo no sentía miedo.

Llegó un día, no sé con certeza cuál, en que sobrepasé la capa extraña de oscuridad y sentí por primera vez la calidez de la luz, que me reconfortó y al tiempo me asustó. Veía cosas que desconocía, sentí también, sin saber cómo se llamaba, al viento, que  produjo sensaciones agradables en mi escaso cuerpo; pensé que tal vez antes no había nacido, pudiera ser que lo anterior fuera solo mi pensamiento. Descubrí todo cuanto a mi alrededor se hallaba, desconociendo sus nombres, sin reconocer forma alguna, sin entender quién era yo. Se sucedieron días y noches y seguí quieto, sin saber. Un día algo enorme me pasó por encima y me causó un gran dolor, tanto que creí que moría, pero tras una sucesión de días calurosos conseguí enderezarme; desde ese suceso me mantuve alerta y así fui creciendo, siempre en el mismo sitio.

Una noche sentí algo extraño encima de mí: venían, sin yo saber de dónde, pequeñas cosas que me refrescaron, me llenaron; sentí frío y por primera vez en mi vida bebí, me sentí más fuerte, mejor, succioné todo lo que pude de aquel elemento extraño y fortuito. Aquella experiencia me hizo más grande por encima y por debajo de mi mismo ser. Vi la vida desde otra perspectiva: ahora veía a los seres reptantes por debajo de mí y alguno de los que viven en el aire se posaban ocasionalmente en mí, dejando una sensación agradable. Tomaba más luz, me henchía de luz,  notaba que me extendía a medida que la tomaba, y de noche dejaba ir el exceso de alimento. A veces también tomaba esas formas que se pegaban a mi cuerpo y se metían en él. Muchos días se sucedieron así, hasta que dejaron de caer desde arriba aquellas pequeñas formas transparentes y la luz fue entonces más fuerte. Aunque pasé algo de sed en ese periodo, me hice más grande, alcanzando la estatura de la forma extraña que tenía al lado, que me acompañaba desde el primer día y que ahora comenzaba a resultarme molesta: me impedía estirarme y tuve que ladearme, pues no podía con su fortaleza estática.

Pasados muchos días y noches de esta manera, comenzaron a caer sobre mí extrañas formas que de algún modo, de manera vaga, me recordaban a algo conocido; cayeron en multitud, tantas que casi me tapan de nuevo, pero después vino el aire con tan fuerte movimiento que las cosas que me tapaban huyeron con él e hicieron desaparecer aquellas otras que aún quedaban prendidas de aquellas estructuras altas que me rodeaban y que, cuando soplaba el aire, oía hablar, resultándome de alguna extraña manera familiares, aunque no las entendiera. Pero ahora esas formas quedaron con un aspecto diferente, mudas. Comencé por esa época a sentirme cansado y a pasar largos momentos dormitando.

 

Una noche especialmente fría me arrebujé y me quedé profundamente dormido. Al despertar, todo lo que me rodeaba estaba cubierto de blanco. Aquello me asombró y al tiempo me pareció hermoso: apenas se movía nada a mi alrededor, incluso yo me sentía anquilosado, tenía hambre, tenía sed, tenía frío, dormitando a ratos, despertando a otros. Vi cómo el color blanco iba desapareciendo y que de nuevo el viento, ahora suave

y cálido, acompañado de nuevo por la luz, se llevaba todo rastro de aquel frío color. Sentí entonces ganas de estirarme, de abrir los brazos, de estirar las piernas; me sentí lleno de vida. Con los días cálidos y las esferas transparentes que caían del cielo, sentí que me hacía más grande y vigoroso.

Pasaron varias  etapas blancas. Poco cambió mi vida, salvo que cada nueva época de calor me hacía más grande, tanto que incluso conseguí mover la molesta forma callada y tosca que me acompañaba desde mi nacimiento. Me sentí mucho más cómodo, incluso poderoso; mis miembros se extendieron y se llenaron de aquellas formas que veía caer con los vientos fríos. Vi caer esas mismas formas de mí y aprendí a comprender que esa era la señal para dormir.

Un día en los que el viento es cálido y la humedad cubre mi cuerpo haciéndome sentir bien, mis extremidades interiores tocaron algo y, al poco de tocar aquello, se fueron uniendo entre sí, sin yo saber por qué. Fue la última vez que viví en el desconocimiento del mundo. Con aquel acoplamiento, entró en mí como una corriente que recorrió todo mi cuerpo, dándome un conciencia de mi ser y de todos los seres que me rodeaban: oía en mi mente, sentía en mi cuerpo, reconocía todo aquello que veía, entendí el sonido de las estructuras, aprendí su nombre y con él, el mío; tomé conciencia de quiénes eran y de mí mismo. Sentí una intensa felicidad. Me había unido al resto de mis congéneres: yo era un árbol, nosotros éramos el bosque.

Desde aquel día veo sucederse las estaciones, veo a los animales nacer y morir; a las aves, venir, anidar e irse; veo las nubes descargando lluvia, al viento quitándonos nuestros mantos viejos; siento cómo nos preparamos para hibernar y esperar quietos y dormidos la llegada de la primavera; veo incluso desde mi altura, campos y montañas que se extienden a lo lejos. Sé quién soy, conozco mi nombre: yo soy el bosque.

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A María Kortabitarte

2 Responses to Arbolar

  1. Eva Escoda dice:

    Gracias por la manera en que describes y transmites, paso a paso, sensación a sensación, el despertar a esa conciencia de vida. Pasear por ese bosque a través de tus palabras, es una experiencia realmente gratificante y emocionante.

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